No sé si habéis visto alguna vez un mapa de la mente de
una persona. A veces los médicos trazan mapas de otras partes vuestras y
vuestro mapa puede resultar interesantísimo, pero a ver si alguna vez los
pilláis trazando el mapa de la mente de un niño, que no solo es confusa, sino
que no para de dar vueltas. Tiene líneas en zigzag como las oscilaciones de la
temperatura en un gráfico cuando tenéis fiebre y que probablemente son los
caminos de la isla, pues el País de Nunca Jamás es siempre una isla, más o
menos, con asombrosas pinceladas de color aquí y allá, con arrecifes de coral y
embarcaciones de aspecto veloz en alta mar, con salvajes y guaridas solitarias
y gnomos que en su mayoría son sastres, cavernas por las que corre un río,
príncipes con seis hermanos mayores, una choza que se descompone rápidamente y
una señora muy bajita y anciana con la nariz ganchuda. Si eso fuera todo sería
un mapa sencillo, pero también está el primer día de escuela, la religión, los
padres, el estanque redondo, la costura, asesinatos, ejecuciones, verbos que
rigen dativo, el día de comer pastel de chocolate, ponerse tirantes, dime la
tabla del nueve, tres peniques por arrancarse un diente uno mismo y muchas
cosas más que son parte de la isla o, si no, constituyen otro mapa que se
transparenta a través del primero y todo ello es bastante confuso, sobre todo
porque nada se está quieto.
Como es lógico, los Países de Nunca Jamás son muy distintos [...]; pero en general tienen un parecido de familia y si se colocaran inmóviles en fila uno tras otro se podría decir que las narices son idénticas, etcétera. A estas mágicas tierras arriban siempre los niños con
sus barquillas cuando juegan. También nosotros hemos estado allí: aún podemos
oír el ruido del oleaje, aunque ya no desembarcaremos jamás.
De todas las islas maravillosas la de Nunca Jamás es la
más acogedora y la más comprimida: no se trata de un lugar grande y
desparramado, con incómodas distancias entre una aventura y la siguiente, sino
que todo está agradablemente amontonado. Cuando se juega en ella durante el día
con las sillas y el mantel no da ningún miedo, pero en los dos minutos antes de
quedarse uno dormido se hace casi realidad. Por eso se ponen luces en las
mesitas.
J. M. Barrie, Peter Pan, 1904
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