[...] ¿Entonces por qué se produjo la abrupta retirada de los
consumidores, que dieron marcha atrás y regresaron al viejo teléfono solo para
voz?
La respuesta, en una especie de trivalente cáscara de nuez,
es la siguiente: 1) el estrés emocional; 2) la vanidad física, y 3) un cierto y
extraño tipo de lógica autodestructiva en la microeconomía de la alta
tecnología para el consumo.
1. Resultó que había algo terriblemente estresante en las
interfaces visuales telefónicas que no existía en las interfaces solo verbales.
De repente, los consumidores de videofonía se percataron de que habían sido
víctimas de un engaño insidioso, pero totalmente maravilloso, en lo que
respecta a la videofonía solo verbal. Antes no habían notado el engaño, como si
fuera algo tan complejo emocionalmente que solo se pudiera valorar en el
contexto de su pérdida.
Las viejas y
buenas conversaciones solo verbales de antaño te permitían suponer que la
persona del otro extremo de la línea te prestaba toda su atención mientras que
a ti te traía sin cuidado lo que ella dijera. Una conversación tradicional solo
auditiva ―utilizando
el teléfono manual cuyo auricular solo tenía seis pequeñas aberturas, pero cuyo
auricular significativamente tenía 62 o 36― te permitía entrar en una especie de fuga
hipnótica o autopista de semiatención: mientras conversabas, podías mirar la
habitación, garabatear, acicalarte, arrancarte diminutos trozos de piel de las
cutículas, componer haikus en la agenda telefónica, remover lo que estabas
cocinando; incluso podías mantener toda una conversación adicional en lenguaje
de signos y mediante exageradas expresiones faciales con la gente que estuviera
a tu lado, y todo esto mientras parecías estar prestando la debida atención a
la voz del aparato. Y no obstante ―y
esa fue la parte retrospectivamente maravillosa―,
incluso mientras dividías tu atención entre el teléfono y toda una serie de
pequeñas actividades, nunca te sentías acechado por la sospecha de que la
atención de tu interlocutor podía estar tan dividida como la tuya. En el
transcurso de una conversación tradicional, digamos que te entretenías buscando
con los dedos algún granito en el mentón y de ningún modo te sentías deprimido
por la idea de que acaso tu interlocutor estuviera haciendo lo mismo. Se
trataba de una ilusión, y de una ilusión auditiva con una base auditiva: la voz
del otro extremo de la línea era densa, fuertemente comprimida y con un vector
directo a tu oído que te permitía imaginar que la atención del interlocutor era
igualmente comprimida y concentrada… aunque no lo fuera tu atención. Esa era la
cuestión. La ilusión bilateral de atención unilateral era casi infantilmente
gratificante desde el punto de vista emocional: tenías que creer que recibías
toda la atención de alguien sin tener que devolverla. Vista con la objetividad
de una percepción a posteriori, la ilusión parece irracional, casi literalmente
fantástica: es como si las dos partes se mintieran, pero confiaran una en la
otra al unísono.
La videofonía hizo insostenible esta fantasía. Los usuarios
descubrían ahora que tenían que poner la misma expresión casi demasiado intensa
de quienes hablan cara a cara. Aquellos usuarios que, por la fuerza de una
costumbre inconsciente, sucumbían a acicalarse o alisarse la ropa, ahora daban
la impresión de ser groseros, estar distraídos o de prestarse una infantil
atención a sí mismos. Los usuarios que, aún más inconscientemente, se exprimían
granitos o se metían el dedo en la nariz, se encontraban con expresiones de
horror en el rostro del otro extremo de la línea. Todo lo cual daba como
resultado un evidente estrés videofónico.
Aún peor, por supuesto, era la impresión traumática de ser
expulsado del Edén cuando, al levantar la mirada tras pasar un dedo por tu
agenda de teléfonos o ajustar el ángulo de reposo de tu viejo aparato sobre tus
piernas, veías que tu videofónica interlocutora jugueteaba con los cordones de
sus zapatos mientras te hablaba y te dabas cuenta de pronto de que la fantasía
infantil de tener toda la atención del otro mientras tú hablas haciendo otras
cosillas como pequeños ajustes en tus partes genitales era una quimera y que en
realidad a ti no te prestaban más atención que la que tú prestabas al otro. Los
usuarios videofónicos descubrieron que todo lo de la atención se convertía en
un asunto monstruosamente estresante.
2. Y el estrés videofónico era aún peor si tú eras
ligeramente vanidoso, es decir, si te preocupaba tu imagen. De cara a los
demás. Y, bromas aparte, ¿quién no lo es? Las viejas llamadas auditivas se
podían hacer sin maquillaje, peluca, prótesis quirúrgicas, etcétera. Incluso
sin ropa, si te apetecía. Pero para los conscientes de su imagen la videofonía
no ofrecía la menor posibilidad de contestar a una llamada tal como estaban; de
este modo, los usuarios empezaron a sentirse ya no como cuando sonaba el viejo
teléfono sino como si llamaran a la puerta y ello los obligara a vestirse en un
santiamén y ponerse las prótesis y verificar el estado del pelo delante del
espejo antes de contestar al timbre.
Pero el verdadero tiro de gracia para la videofonía fue cómo
se veían las caras de los usuarios en la pantalla. No la cara del interlocutor,
sino la propia cuando la veías en el video. Al fin y al cabo, usar la opción de
registrar la llamada para grabar ambas pulsaciones y luego ver cómo había visto
tu cara la persona que te había llamado solo era un trámite de tres botones.
Esta especie de chequeo visual no era más llevadero que el espejo. Pero la
experiencia resultó ser casi universalmente horripilante. La gente se
horrorizaba de cómo se veía su rostro en la pantalla. No era simplemente la
hinchazón, esa conocida impresión de sobrepeso que el vídeo inflige a una cara.
Era algo peor. Incluso con pantallas de alta definición, los usuarios percibían
algo esencialmente borroso y de aspecto húmedo, una indefinición pálida que les
parecía no solo muy poco lisonjera, sino también evasiva, furtiva, algo
desagradable, muy poco digno de confianza. En un primer y aciago estudio de
Interlace/GTE, al que nadie hizo caso en medio de la tormenta de entusiasmo
empresarial que levantó aquella tecnología de ciencia ficción, se dice que casi
el sesenta por ciento de quienes tenían acceso a sus propios rostros durante
las llamadas videofónicas se manifestaban específicamente en términos de imagen
«de no fiar», «desagradable» o «difícil de gustar» al describir su propio
aspecto en la pantalla; hubo un setenta y uno por ciento fenomenalmente
desastroso de ciudadanos de la tercera edad que compararon sus propias
videocaras específicamente con la de Richard Nixon durante el famoso debate con
Kenedy de 1960.
La solución propuesta a lo que los psicólogos asesores de la
industria de las telecomunicaciones denominaron Disforia Video-Fisionómica (o
DVF) fue sin duda el advenimiento del Enmascaramiento de Alta Definición; de
hecho fueron esos empresarios, que gravitaron hacia la producción de imágenes
videofónicas de alta definición y luego directamente a las máscaras, quienes
superaron la corta vida del fenómeno videofónico sin perder hasta la camisa y
bastante forrados.
En lo que respecta a las máscaras, la opción inicial fue de
Imágenes Fotográficas de Alta Definición; es decir, coger los elementos más
atractivos de un conjunto de fotografías en distintas poses favorecedoras de un
determinado usuario y ―gracias
a los equipos disponibles de configuración de imágenes de los que fueron
pioneras las industrias de la cosmética y del orden público― combinarlos en una
composición de alta definición muy atractiva de un rostro con una expresión
honesta y con el exceso de intensidad justo para una atención completa, pero
fue rápidamente reemplazada por la opción un poco más económica (usando el
mismo software de la industria cosmética y del FBI) que consistía en fundir la
imagen facial mejorada en una auténtica máscara de resina de polibutileno; los
consumidores pronto descubrieron que valía la pena pagar el alto coste de una
máscara permanente y portátil porque, si se tenían en cuenta los beneficios de
reducción de estrés y de DVF y las eficaces cintas de velcro para atarse la
máscara, entonces la cabeza del usuario salía por muy poco dinero; y durante un
par de ejercicios fiscales, las compañías de cable telefónico pudieron
recuperar la confianza de los consumidores afligidos por la DVF uniéndose en
una operación horizontalmente integrada por la cual se entregaban las máscaras
en el momento de instalar el aparato. Las máscaras de alta definición, cuando
no estaban en uso, simplemente colgaban de un gancho al lado de la consola
telefónica del ordenador, dando sin duda una imagen un tanto surrealista y
desconcertante cuando se las colgaba vacías y arrugadas; a veces había un
problema de identidad errónea potencialmente negativo cuando se trataba de un
servicio multiuso familiar o empresarial que implicaba una apresurada elección
de la máscara correcta de una larga hilera de máscaras vacías, pero de
cualquier modo al principio las máscaras parecieron una viable respuesta de la
industria al problema de la vanidad, del estrés y de la imagen facial
nixoniana.
2 y quizá también 3. Pero, al combinar el natural instinto
empresarial de satisfacer toda la demanda de consumo lo bastante alto, por un
lado, con lo que parece ser una distorsión natural casi idéntica en la manera
que las personas tienden a verse a sí mismas, se posibilita explicar históricamente
la velocidad con que decayó y quedó fuera de control toda la cuestión de las
máscaras videofónicas de alta definición. No solo es tremendamente difícil
evaluar tu propia imagen, en el sentido, por ejemplo, de si eres apuesto o
atractiva ―intenta,
por ejemplo, ponerte delante de un espejo y determinar con cierta seguridad
dónde estás en una escala de atracción con algo parecido a la misma facilidad
objetiva con que determinas dónde están en esa escala las personas que tú
conoces y si son guapas o feas―,
sino que también resultó que la autopercepción instintivamente sesgada de los
consumidores, unida a la cuestión del estrés relacionado con la vanidad, hizo
que empezaran a preferir y luego a exigir unas máscaras videofónicas mucho más
atractivas de lo que ellos eran en realidad. Los fabricantes de máscaras de
alta definición, dispuestos y predispuestos a ofrecer no solo verosimilitud,
sino también realce estético ―mentones
más prominentes, ojeras menos marcadas, nada de cicatrices ni arrugas―, pronto expulsaron del
mercado a los primeros productores de máscaras miméticas. En una progresión
gradualmente menos sutil al cabo de un par más de ejercicios de venta, la
mayoría de los consumidores usaban máscaras tan innegablemente más atractivas
en los videófonos que sus propias caras y se transmitían imágenes de sí mismos
tan horrendamente sesgadas y realzadas que se produjo un enorme estrés
psicosocial por el cual ingentes números de usuarios se volvieron remisos a
abandonar sus hogares o a interfacear personalmente con gente que, ellos se
temían, ahora estaba habituada a ver la máscara mucho más fascinante de sí
mismos en el teléfono y que sufrirían al verlos en persona (así se expresaba la
fobia de los usuarios) la misma desilusión estética que, por ejemplo, producen
ciertas mujeres que siempre van maquilladas cuando uno las ve por primera vez
con la cara lavada.
Las ansiedades sociales que rodeaban a lo que los psicólogos
asesores denominaron Enmascaramiento Optimísticamente No Representativo (EONR)
se intensificaron poco a poco a medida que la tecnología de las primeras y
rudimentarias cámaras videofónicas dio paso a un diámetro de visión no tan
estrecho y ahora las diminutas máscaras podían enviar y recibir imágenes casi
de cuerpo entero. Ciertos empresarios psicológicamente poco escrupulosos
empezaron a comercializar recortes de cuerpo entero hechos con polibutileno y
poliuretano, algo similar a los recortes bidimensionales de hombres musculosos
y de bellezas despampanantes en traje de baño y sin cabeza que si uno se pone
por detrás y coloca el mentón sobre el cartón entonces se puede hacer sacar
fotos baratas en la playa, solo que estas máscaras videofónicas de cuerpo
entero eran de alta tecnología y mucho más convincentes.
Al sumar los costes variables del guardarropa bidimensional,
las opciones de color de ojos y cabello, las distintas reducciones y
ampliaciones estéticas, etcétera, el gasto empezó a perjudicar la rentabilidad
de cara al gran mercado, aunque al mismo tiempo se producía una terrible presión
social para poder afrontar la mejor imagen corporal bidimensional posible a fin
de no sentirse con un aspecto comparativamente espantoso cuando se usaba el
teléfono. Por supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que la implacable carrera
empresarial hacia la ratonera aún mejor diera lugar al Tableaux Transmisible (o
TT), el cual, visto en retrospectiva, fue probablemente el que puso brillante
punto final al negocio videofónico. Con el TT, el enmascaramiento facial y
corporal quedó descartado por completo y fue reemplazado por una imagen de
vídeo de lo que era en esencia una fotografía sumamente retocada, una de un ser
humano con un estado físico increíble e inmensamente atractivo y proporcionado,
alguien que en realidad solo se asemejaba a su usuario en aspectos tan
limitados como la raza o el número de extremidades; el rostro atento de la foto
se concentraba en dirección a la cámara videofónica desde una habitación
suntuosa, pero sin ostentación, que reflejaba fielmente la imagen que uno
deseaba transmitir, etcétera.
Los Tableaux no eran más que fotografías de alta calidad en
tamaño reducido, con las proporciones de un diorama y colocadas mediante un
ajustador de plástico, bastante similar a una tapa de lente, puesto sobre la
cámara videofónica. Celebridades extremadamente atractivas del mundo del
espectáculo, pero no terriblemente exitosas ―como
las que en décadas pasadas llenaban los publirreportajes―, de golpe y porrazo se encontraron en demanda
como modelos para los Tableux videofónicos.
Debido a que los Tableaux solo implicaban la mera
transmisión de fotografías fijas en vez de imaginería y realces informáticos,
podían ser producidos en serie y a un precio ajustado. Por un breve lapso de
tiempo, ayudaron a aliviar la tensión entre el alto coste del enmascaramiento
corporal realzado y las monstruosas presiones estéticas que la videofonía
ejercía en los usuarios, por no mencionar los puestos de trabajo que
proporcionó a decoradores fotógrafos, peluqueros y celebridades habituales de
los publirreportajes muy presionadas por la declinante fortuna de la publicidad
televisiva.
3. Hay una especie de lección reveladora más allá de la
breve curva de viabilidad del avance de la tecnología de consumo. La carrera de
la videofonía se ajusta con nitidez a la forma clásicamente anular de esta
curva: primero se produce una especie de terrible avance como de ciencia
ficción en la tecnología de consumo ―como
el salto de la telefonía auditiva a la de vídeo―,
pero sin embargo ese progreso siempre conlleva ciertas imprevistas desventajas
para el consumidor; luego esos nichos de mercado creados por esas desventajas ―como la repulsión
estresante y vanidosa de la gente por su propio aspecto videofónico― son llenados
ingeniosamente por el mero empuje empresarial. Y, no obstante, esas mismísimas
ventajas, resultado de ingeniosas compensaciones para contrarrestar las nuevas
desventajas, muy a menudo parecen socavar el avance tecnológico original y todo
acaba en una reincidencia del consumo, el cierre de la curva y una pérdida
masiva de camisas de los inversores precipitados. En el presente caso, la
propia evolución de las compensaciones por vanidad y estrés fue testigo,
primero, del rechazo de sus propias facciones por parte de los usuarios, luego,
de sus propios parecidos enmascarados y realzados y, finalmente, de la
cobertura total de sus videocámaras y la transmisión de Tableaux estáticos y
atractivamente estilizados de un aparato a otro. Y por supuesto, detrás de
estos dioramas y de la transmisión de Tableaux, los usuarios encontraron que
volvían a ser enteramente invisibles y a estar exentos de estrés, sin
maquillajes vanidosos ni pelucas, con sus propias orejas por debajo de los
dioramas de celebridades, una vez más libre ―ya
que eran invisibles―
para rascarse, acicalarse, hacerse la manicura o mostrar las arrugas, mientras
que en sus pantallas estaba el rostro atento y atractivo de la bien elegida
celebridad que al otro lado del Tableau les reaseguraba que eran objeto de una
concentrada atención que ellos no tenían por qué prestar.
Y, por supuesto, estas ventajas no eran más que las ventajas
en un momento perdidas y ahora valoradas de la vieja época del teléfono Bel
ciego y solo auditiva con sus 6 (y 62) agujeros en el aparato. La
única diferencia era que ahora este caro Tableau estúpido e irreal era
transmitido entre teleordenadores por líneas de videofibra de alto precio. Después
de que la gente internalizara y difundiera esta realidad entre los consumidores
(curiosamente, en gran parte por vía telefónica), ¿cuánto más tiempo podía un
microeconomista esperar que pasase antes de que fuera abandonada la videofonía
visual de alta tecnología y se retornase al viejo teléfono, no solo dictado por
el sentido común del consumidor, sino al cabo de un tiempo culturalmente aprobado
como una especie de integridad chic, no luditismo pero sí una especie de
trascendencia retrógrada de la alta tecnología de ciencia ficción como fin en
sí mismo, una trascendencia de la vanidad y de la esclavitud a la moda de la
alta tecnología que la gente percibe como poco atractiva en los demás? En otras
palabras, el retorno a la telefonía solo hablada, al final de la curva de
demanda, se conviritó en una especie de símbolo de estatus de la antivanidad,
de modo que únicamente los usuarios que no se enteraban de nada siguieron
usando videofonía y Tableaux, por no mencionar las máscaras, y esa gente
negligente que seguía usando facsímiles se convirtió en un irónico símbolo
cultural de vana e indolente sumisión a las relaciones públicas corporativas y
a las novedades de la alta tecnología; en el Tiempo Subsidiado fueron los
equivalentes en cutrez de la gente con ropa deportiva, pinturas de terciopelo
negro, chalecos para sus perros, joyería eléctrica de circonio, raspadores de
lengua NoCoat, etcétera. La mayoría de los consumidores de comunicaciones
guardaron sus Tableaux de dioramas en el fondo de un estante cualquiera y
cubrieron las cámaras con tapas negras de lentes, y ahora usan los colgadores
para las máscaras al lado de la consola para colgar las nuevas agendas para
teléfonos y direcciones especialmente confeccionadas con un pequeño receptáculo
en el borde superior para que cuelguen de los gachos previamente destinados a
las máscaras. Pero incluso entonces, la mayoría de los consumidores de Estados
Unidos siguieron francamente refractarios a salir de sus casas y del
teleordenador e interfacear personalmente, aunque la persistencia de este
fenómeno no se puede atribuir exclusivamente a la moda pasajera de la
videofonía; de cualquier manera, esta nueva panagorafobia sirvió para abrir
nuevos y gigantescos mercados telecomputerizados para la compra diaria y su
transporte, y no causó demasiada preocupación a la industria.
David Foster Wallace, 1996
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