Mouseion es una palabra griega que designaba el santuario consagrado a las musas. Con el tiempo, en el helenismo, acabará asociándose a los lugares donde se recibe la inspiración, refiriéndose a un tipo particular de villa reservada para las charlas filosóficas.
El mouseion quiere recoger ese espíritu de encuentro y convertirse en un lugar de reflexión y crítica de las artes contemporáneas.

lunes, 16 de marzo de 2020

La broma infinita [Fragmento]


[...] ¿Entonces por qué se produjo la abrupta retirada de los consumidores, que dieron marcha atrás y regresaron al viejo teléfono solo para voz?

La respuesta, en una especie de trivalente cáscara de nuez, es la siguiente: 1) el estrés emocional; 2) la vanidad física, y 3) un cierto y extraño tipo de lógica autodestructiva en la microeconomía de la alta tecnología para el consumo.

1. Resultó que había algo terriblemente estresante en las interfaces visuales telefónicas que no existía en las interfaces solo verbales. De repente, los consumidores de videofonía se percataron de que habían sido víctimas de un engaño insidioso, pero totalmente maravilloso, en lo que respecta a la videofonía solo verbal. Antes no habían notado el engaño, como si fuera algo tan complejo emocionalmente que solo se pudiera valorar en el contexto de su pérdida.  

Las viejas y buenas conversaciones solo verbales de antaño te permitían suponer que la persona del otro extremo de la línea te prestaba toda su atención mientras que a ti te traía sin cuidado lo que ella dijera. Una conversación tradicional solo auditiva utilizando el teléfono manual cuyo auricular solo tenía seis pequeñas aberturas, pero cuyo auricular significativamente tenía 62 o 36 te permitía entrar en una especie de fuga hipnótica o autopista de semiatención: mientras conversabas, podías mirar la habitación, garabatear, acicalarte, arrancarte diminutos trozos de piel de las cutículas, componer haikus en la agenda telefónica, remover lo que estabas cocinando; incluso podías mantener toda una conversación adicional en lenguaje de signos y mediante exageradas expresiones faciales con la gente que estuviera a tu lado, y todo esto mientras parecías estar prestando la debida atención a la voz del aparato. Y no obstante y esa fue la parte retrospectivamente maravillosa, incluso mientras dividías tu atención entre el teléfono y toda una serie de pequeñas actividades, nunca te sentías acechado por la sospecha de que la atención de tu interlocutor podía estar tan dividida como la tuya. En el transcurso de una conversación tradicional, digamos que te entretenías buscando con los dedos algún granito en el mentón y de ningún modo te sentías deprimido por la idea de que acaso tu interlocutor estuviera haciendo lo mismo. Se trataba de una ilusión, y de una ilusión auditiva con una base auditiva: la voz del otro extremo de la línea era densa, fuertemente comprimida y con un vector directo a tu oído que te permitía imaginar que la atención del interlocutor era igualmente comprimida y concentrada… aunque no lo fuera tu atención. Esa era la cuestión. La ilusión bilateral de atención unilateral era casi infantilmente gratificante desde el punto de vista emocional: tenías que creer que recibías toda la atención de alguien sin tener que devolverla. Vista con la objetividad de una percepción a posteriori, la ilusión parece irracional, casi literalmente fantástica: es como si las dos partes se mintieran, pero confiaran una en la otra al unísono.

La videofonía hizo insostenible esta fantasía. Los usuarios descubrían ahora que tenían que poner la misma expresión casi demasiado intensa de quienes hablan cara a cara. Aquellos usuarios que, por la fuerza de una costumbre inconsciente, sucumbían a acicalarse o alisarse la ropa, ahora daban la impresión de ser groseros, estar distraídos o de prestarse una infantil atención a sí mismos. Los usuarios que, aún más inconscientemente, se exprimían granitos o se metían el dedo en la nariz, se encontraban con expresiones de horror en el rostro del otro extremo de la línea. Todo lo cual daba como resultado un evidente estrés videofónico.

Aún peor, por supuesto, era la impresión traumática de ser expulsado del Edén cuando, al levantar la mirada tras pasar un dedo por tu agenda de teléfonos o ajustar el ángulo de reposo de tu viejo aparato sobre tus piernas, veías que tu videofónica interlocutora jugueteaba con los cordones de sus zapatos mientras te hablaba y te dabas cuenta de pronto de que la fantasía infantil de tener toda la atención del otro mientras tú hablas haciendo otras cosillas como pequeños ajustes en tus partes genitales era una quimera y que en realidad a ti no te prestaban más atención que la que tú prestabas al otro. Los usuarios videofónicos descubrieron que todo lo de la atención se convertía en un asunto monstruosamente estresante.

2. Y el estrés videofónico era aún peor si tú eras ligeramente vanidoso, es decir, si te preocupaba tu imagen. De cara a los demás. Y, bromas aparte, ¿quién no lo es? Las viejas llamadas auditivas se podían hacer sin maquillaje, peluca, prótesis quirúrgicas, etcétera. Incluso sin ropa, si te apetecía. Pero para los conscientes de su imagen la videofonía no ofrecía la menor posibilidad de contestar a una llamada tal como estaban; de este modo, los usuarios empezaron a sentirse ya no como cuando sonaba el viejo teléfono sino como si llamaran a la puerta y ello los obligara a vestirse en un santiamén y ponerse las prótesis y verificar el estado del pelo delante del espejo antes de contestar al timbre.

Pero el verdadero tiro de gracia para la videofonía fue cómo se veían las caras de los usuarios en la pantalla. No la cara del interlocutor, sino la propia cuando la veías en el video. Al fin y al cabo, usar la opción de registrar la llamada para grabar ambas pulsaciones y luego ver cómo había visto tu cara la persona que te había llamado solo era un trámite de tres botones. Esta especie de chequeo visual no era más llevadero que el espejo. Pero la experiencia resultó ser casi universalmente horripilante. La gente se horrorizaba de cómo se veía su rostro en la pantalla. No era simplemente la hinchazón, esa conocida impresión de sobrepeso que el vídeo inflige a una cara. Era algo peor. Incluso con pantallas de alta definición, los usuarios percibían algo esencialmente borroso y de aspecto húmedo, una indefinición pálida que les parecía no solo muy poco lisonjera, sino también evasiva, furtiva, algo desagradable, muy poco digno de confianza. En un primer y aciago estudio de Interlace/GTE, al que nadie hizo caso en medio de la tormenta de entusiasmo empresarial que levantó aquella tecnología de ciencia ficción, se dice que casi el sesenta por ciento de quienes tenían acceso a sus propios rostros durante las llamadas videofónicas se manifestaban específicamente en términos de imagen «de no fiar», «desagradable» o «difícil de gustar» al describir su propio aspecto en la pantalla; hubo un setenta y uno por ciento fenomenalmente desastroso de ciudadanos de la tercera edad que compararon sus propias videocaras específicamente con la de Richard Nixon durante el famoso debate con Kenedy de 1960.

La solución propuesta a lo que los psicólogos asesores de la industria de las telecomunicaciones denominaron Disforia Video-Fisionómica (o DVF) fue sin duda el advenimiento del Enmascaramiento de Alta Definición; de hecho fueron esos empresarios, que gravitaron hacia la producción de imágenes videofónicas de alta definición y luego directamente a las máscaras, quienes superaron la corta vida del fenómeno videofónico sin perder hasta la camisa y bastante forrados.
En lo que respecta a las máscaras, la opción inicial fue de Imágenes Fotográficas de Alta Definición; es decir, coger los elementos más atractivos de un conjunto de fotografías en distintas poses favorecedoras de un determinado usuario y gracias a los equipos disponibles de configuración de imágenes de los que fueron pioneras las industrias de la cosmética y del orden público combinarlos en una composición de alta definición muy atractiva de un rostro con una expresión honesta y con el exceso de intensidad justo para una atención completa, pero fue rápidamente reemplazada por la opción un poco más económica (usando el mismo software de la industria cosmética y del FBI) que consistía en fundir la imagen facial mejorada en una auténtica máscara de resina de polibutileno; los consumidores pronto descubrieron que valía la pena pagar el alto coste de una máscara permanente y portátil porque, si se tenían en cuenta los beneficios de reducción de estrés y de DVF y las eficaces cintas de velcro para atarse la máscara, entonces la cabeza del usuario salía por muy poco dinero; y durante un par de ejercicios fiscales, las compañías de cable telefónico pudieron recuperar la confianza de los consumidores afligidos por la DVF uniéndose en una operación horizontalmente integrada por la cual se entregaban las máscaras en el momento de instalar el aparato. Las máscaras de alta definición, cuando no estaban en uso, simplemente colgaban de un gancho al lado de la consola telefónica del ordenador, dando sin duda una imagen un tanto surrealista y desconcertante cuando se las colgaba vacías y arrugadas; a veces había un problema de identidad errónea potencialmente negativo cuando se trataba de un servicio multiuso familiar o empresarial que implicaba una apresurada elección de la máscara correcta de una larga hilera de máscaras vacías, pero de cualquier modo al principio las máscaras parecieron una viable respuesta de la industria al problema de la vanidad, del estrés y de la imagen facial nixoniana.

2 y quizá también 3. Pero, al combinar el natural instinto empresarial de satisfacer toda la demanda de consumo lo bastante alto, por un lado, con lo que parece ser una distorsión natural casi idéntica en la manera que las personas tienden a verse a sí mismas, se posibilita explicar históricamente la velocidad con que decayó y quedó fuera de control toda la cuestión de las máscaras videofónicas de alta definición. No solo es tremendamente difícil evaluar tu propia imagen, en el sentido, por ejemplo, de si eres apuesto o atractiva intenta, por ejemplo, ponerte delante de un espejo y determinar con cierta seguridad dónde estás en una escala de atracción con algo parecido a la misma facilidad objetiva con que determinas dónde están en esa escala las personas que tú conoces y si son guapas o feas, sino que también resultó que la autopercepción instintivamente sesgada de los consumidores, unida a la cuestión del estrés relacionado con la vanidad, hizo que empezaran a preferir y luego a exigir unas máscaras videofónicas mucho más atractivas de lo que ellos eran en realidad. Los fabricantes de máscaras de alta definición, dispuestos y predispuestos a ofrecer no solo verosimilitud, sino también realce estético mentones más prominentes, ojeras menos marcadas, nada de cicatrices ni arrugas, pronto expulsaron del mercado a los primeros productores de máscaras miméticas. En una progresión gradualmente menos sutil al cabo de un par más de ejercicios de venta, la mayoría de los consumidores usaban máscaras tan innegablemente más atractivas en los videófonos que sus propias caras y se transmitían imágenes de sí mismos tan horrendamente sesgadas y realzadas que se produjo un enorme estrés psicosocial por el cual ingentes números de usuarios se volvieron remisos a abandonar sus hogares o a interfacear personalmente con gente que, ellos se temían, ahora estaba habituada a ver la máscara mucho más fascinante de sí mismos en el teléfono y que sufrirían al verlos en persona (así se expresaba la fobia de los usuarios) la misma desilusión estética que, por ejemplo, producen ciertas mujeres que siempre van maquilladas cuando uno las ve por primera vez con la cara lavada.

Las ansiedades sociales que rodeaban a lo que los psicólogos asesores denominaron Enmascaramiento Optimísticamente No Representativo (EONR) se intensificaron poco a poco a medida que la tecnología de las primeras y rudimentarias cámaras videofónicas dio paso a un diámetro de visión no tan estrecho y ahora las diminutas máscaras podían enviar y recibir imágenes casi de cuerpo entero. Ciertos empresarios psicológicamente poco escrupulosos empezaron a comercializar recortes de cuerpo entero hechos con polibutileno y poliuretano, algo similar a los recortes bidimensionales de hombres musculosos y de bellezas despampanantes en traje de baño y sin cabeza que si uno se pone por detrás y coloca el mentón sobre el cartón entonces se puede hacer sacar fotos baratas en la playa, solo que estas máscaras videofónicas de cuerpo entero eran de alta tecnología y mucho más convincentes.

Al sumar los costes variables del guardarropa bidimensional, las opciones de color de ojos y cabello, las distintas reducciones y ampliaciones estéticas, etcétera, el gasto empezó a perjudicar la rentabilidad de cara al gran mercado, aunque al mismo tiempo se producía una terrible presión social para poder afrontar la mejor imagen corporal bidimensional posible a fin de no sentirse con un aspecto comparativamente espantoso cuando se usaba el teléfono. Por supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que la implacable carrera empresarial hacia la ratonera aún mejor diera lugar al Tableaux Transmisible (o TT), el cual, visto en retrospectiva, fue probablemente el que puso brillante punto final al negocio videofónico. Con el TT, el enmascaramiento facial y corporal quedó descartado por completo y fue reemplazado por una imagen de vídeo de lo que era en esencia una fotografía sumamente retocada, una de un ser humano con un estado físico increíble e inmensamente atractivo y proporcionado, alguien que en realidad solo se asemejaba a su usuario en aspectos tan limitados como la raza o el número de extremidades; el rostro atento de la foto se concentraba en dirección a la cámara videofónica desde una habitación suntuosa, pero sin ostentación, que reflejaba fielmente la imagen que uno deseaba transmitir, etcétera.

Los Tableaux no eran más que fotografías de alta calidad en tamaño reducido, con las proporciones de un diorama y colocadas mediante un ajustador de plástico, bastante similar a una tapa de lente, puesto sobre la cámara videofónica. Celebridades extremadamente atractivas del mundo del espectáculo, pero no terriblemente exitosas como las que en décadas pasadas llenaban los publirreportajes, de golpe y porrazo se encontraron en demanda como modelos para los Tableux videofónicos.

Debido a que los Tableaux solo implicaban la mera transmisión de fotografías fijas en vez de imaginería y realces informáticos, podían ser producidos en serie y a un precio ajustado. Por un breve lapso de tiempo, ayudaron a aliviar la tensión entre el alto coste del enmascaramiento corporal realzado y las monstruosas presiones estéticas que la videofonía ejercía en los usuarios, por no mencionar los puestos de trabajo que proporcionó a decoradores fotógrafos, peluqueros y celebridades habituales de los publirreportajes muy presionadas por la declinante fortuna de la publicidad televisiva.

3. Hay una especie de lección reveladora más allá de la breve curva de viabilidad del avance de la tecnología de consumo. La carrera de la videofonía se ajusta con nitidez a la forma clásicamente anular de esta curva: primero se produce una especie de terrible avance como de ciencia ficción en la tecnología de consumo como el salto de la telefonía auditiva a la de vídeo, pero sin embargo ese progreso siempre conlleva ciertas imprevistas desventajas para el consumidor; luego esos nichos de mercado creados por esas desventajas como la repulsión estresante y vanidosa de la gente por su propio aspecto videofónico son llenados ingeniosamente por el mero empuje empresarial. Y, no obstante, esas mismísimas ventajas, resultado de ingeniosas compensaciones para contrarrestar las nuevas desventajas, muy a menudo parecen socavar el avance tecnológico original y todo acaba en una reincidencia del consumo, el cierre de la curva y una pérdida masiva de camisas de los inversores precipitados. En el presente caso, la propia evolución de las compensaciones por vanidad y estrés fue testigo, primero, del rechazo de sus propias facciones por parte de los usuarios, luego, de sus propios parecidos enmascarados y realzados y, finalmente, de la cobertura total de sus videocámaras y la transmisión de Tableaux estáticos y atractivamente estilizados de un aparato a otro. Y por supuesto, detrás de estos dioramas y de la transmisión de Tableaux, los usuarios encontraron que volvían a ser enteramente invisibles y a estar exentos de estrés, sin maquillajes vanidosos ni pelucas, con sus propias orejas por debajo de los dioramas de celebridades, una vez más libre ya que eran invisibles para rascarse, acicalarse, hacerse la manicura o mostrar las arrugas, mientras que en sus pantallas estaba el rostro atento y atractivo de la bien elegida celebridad que al otro lado del Tableau les reaseguraba que eran objeto de una concentrada atención que ellos no tenían por qué prestar.

Y, por supuesto, estas ventajas no eran más que las ventajas en un momento perdidas y ahora valoradas de la vieja época del teléfono Bel ciego y solo auditiva con sus 6 (y 62) agujeros en el aparato. La única diferencia era que ahora este caro Tableau estúpido e irreal era transmitido entre teleordenadores por líneas de videofibra de alto precio. Después de que la gente internalizara y difundiera esta realidad entre los consumidores (curiosamente, en gran parte por vía telefónica), ¿cuánto más tiempo podía un microeconomista esperar que pasase antes de que fuera abandonada la videofonía visual de alta tecnología y se retornase al viejo teléfono, no solo dictado por el sentido común del consumidor, sino al cabo de un tiempo culturalmente aprobado como una especie de integridad chic, no luditismo pero sí una especie de trascendencia retrógrada de la alta tecnología de ciencia ficción como fin en sí mismo, una trascendencia de la vanidad y de la esclavitud a la moda de la alta tecnología que la gente percibe como poco atractiva en los demás? En otras palabras, el retorno a la telefonía solo hablada, al final de la curva de demanda, se conviritó en una especie de símbolo de estatus de la antivanidad, de modo que únicamente los usuarios que no se enteraban de nada siguieron usando videofonía y Tableaux, por no mencionar las máscaras, y esa gente negligente que seguía usando facsímiles se convirtió en un irónico símbolo cultural de vana e indolente sumisión a las relaciones públicas corporativas y a las novedades de la alta tecnología; en el Tiempo Subsidiado fueron los equivalentes en cutrez de la gente con ropa deportiva, pinturas de terciopelo negro, chalecos para sus perros, joyería eléctrica de circonio, raspadores de lengua NoCoat, etcétera. La mayoría de los consumidores de comunicaciones guardaron sus Tableaux de dioramas en el fondo de un estante cualquiera y cubrieron las cámaras con tapas negras de lentes, y ahora usan los colgadores para las máscaras al lado de la consola para colgar las nuevas agendas para teléfonos y direcciones especialmente confeccionadas con un pequeño receptáculo en el borde superior para que cuelguen de los gachos previamente destinados a las máscaras. Pero incluso entonces, la mayoría de los consumidores de Estados Unidos siguieron francamente refractarios a salir de sus casas y del teleordenador e interfacear personalmente, aunque la persistencia de este fenómeno no se puede atribuir exclusivamente a la moda pasajera de la videofonía; de cualquier manera, esta nueva panagorafobia sirvió para abrir nuevos y gigantescos mercados telecomputerizados para la compra diaria y su transporte, y no causó demasiada preocupación a la industria.


David Foster Wallace, 1996

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